Manzanillo, tierra cordial

Resumen: Impresiones de una visita. Artículo publicado en la revista Bohemia, 1948.


Por: Enrique Serpa.

La ciudad que espía como un pecado la gloria de haber sido cuna de nuestra independencia.-Abandono y mugre.-El abandono de los gobernantes, la traición de sus legisladores y el engaño de sus mandatarios municipales.-Un loable sentido del urbanismo presidió el trazado de las calles y la ubicación de los parques.-Nada ha hecho el Gobierno Central por la ciudad del prócer.-La carretera central dió al traste con el esplendor económico de Manzanillo.

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La Casa Consistorial de Manzanillo se levanta en el punto más céntrico de la ciudad, frente al parque Céspedes.

Manzanillo, ciudad de luz y de mar, fuliginosa y tórrida, cordial en exceso y no desprovista de cierta doméstica dignidad a despecho de sus relentes de mugre, sorprende al forastero por el orden y la armonía de su conformación. Pero de inmediato, cuando ni siquiera ha tenido tiempo de aproximarse a su intimidad, el forastero se sorprende más aún al constatar el abandono de que es víctima esta ciudad prócer, merecedora en demasía de ser amada y enaltecida por todos los cubanos. Son tantos sus méritos para este enaltecimiento y aquel amor, que resulta casi superfluo enumerarlos. Cortejada sin desmayo con fervor adolescente, por el sol; acariciada, como un eunuco por el agua sumisa, sin rebeldías, del Guacanayabo, su escudo pudiendo lucir como blasón un corazón desnudo, símbolo de la entrega absoluta y de la hospitalidad sin tasa. Su pasado, hecho de ramalazos de gloria y de sacrificios por la Patria, debiera ser el basamento de un presente luminoso que, por lo contrario se ofrece opaco y deprimente como un enmohecido búcaro sepulcral. Olvidada por los hombres de la República, echada a menos por los gobernantes, tomada como escabel por sus legisladores y burlada por sus propios mandatarios municipales, Manzanillo expía como un tremendo pecado la gloria de haber sido cuna de nuestra independencia.

No brillan en los anales de Manzanillo, como en los de Trinidad, rancios apellidos de la aristocracia española, venidos a Cuba para zurcir la raída bolsa familiar. Tampoco ilustran su nacimiento nombre de resonancia épicas, como el de un Diego Velázquez, un Panfilo de Nárvaez o un Vasco Porcayo de Figueroa, capaces de encarnar, al par que la grandeza, toda la miseria y la inexorable crueldad de la conquista y la colonización. Oscura en sus orígenes, Manzanillo no debe su existencia a ningún rapaz soldado, ni a ningún personero del conquistador, ni a ningún valido de la Corte o de las autoridades coloniales. Su fundación, en las que fueron Tierras de Macaca y de Guacanayabo, provincias del del cacique Anasca, data de 1784(1). Y los primeros de sus vecinos blancos integraban un parvo grupo de hombres sin antecedentes, pero valerosos y emprendedores, de entre los cuales la historia no recogió para hacerlo perdurable, más que un nombre: el de José Nazario de León.(2)

No hubo de transcurrir mucho tiempo, a partir de su fundación oficial, para que Manzanillo tentara la codicia de los corsarios franceses que, en 1793 después de asaltar y saquear la población, se apoderaron de unas embarcaciones, las mejores que había en el puerto, y quemaron otras catorce. Tal hecho movió al que era entonces capitán general de la Isla no solo a edificar un fortín, a cuyo servicio destacó una guarnición procedente de Bayamo, sino que puso a contribu […] se congregaron en la parte más estratégica de Manzanillo creando lo que es actualmente el barrio del Manglar.

Los esfuerzos de las autoridades coloniales, -más celosas del bien de Manzanillo que las autoridades republicanas-, no resultaron baldíos. El territorio en lugar de puesto en una sola mano, fue dividido en múltiples hatos, corrales y haciendas y mercedado a otras tantas personas, que se consagraron a la explotación forestal y a la cría de reses y puercos. Y tan rápido fue el crecimiento de la población, que en 1833 Manzanillo mereció que se le otorgara el título de villa, cambiado en 1874(3) por el de ciudad.

Por aquellos días, Manzanillo no se diferenciaba de la mayoría de nuestros pueblos y ciudades, que nacidos y fomentados sin orden ni concierto, no suelen ser sino caseríos hipertrofiados. En torno a la plaza de armas y a la iglesia parroquial se veían calles angostas, estrechos callejones e imprevistos recodos donde las viviendas se habían alzado según la caprichosa voluntad y el gusto de cada propietario. Y de súbito, en 1880(4), se reveló en Manzanillo un espíritu anheloso de disciplina y armonía. Fué ordenado el trazado de la ciudad, de acuerdo con un plan que acusaba, indudablemente, un loable sentido de excelente orientación urbanista. Las calles fueron demarcadas de norte a sur y de este a oeste con exacta precisión. Y hasta donde fueron señalados, en el plano original, los lugares no menos de cuatro, en que, para bien de la higiene pública y esparcimiento de la población, se podía y debía construir parques, entre ellos, el que actualmente ostenta el glorioso nombre de Céspedes, que ocupa el sitio donde antaño se hallaban la plaza de armas y la iglesia parroquial. Esta fué trasladada al lugar en que ahora se encuentra, dedicado anteriormente a cementerio. Y no solo fueron trazadas a cordel, en el plano, las calles, sino, lo cual era más importante se dictó la consiguiente reglamentación, a fin de que los edificios fuesen construidos dentro de una estricta línea de fabricación.

El reglamento fue respetuosamente acatado. Y, gracias a ello, Manzanillo puede ufanarse del aspecto de sus calles rectas como las de Cárdenas o Caibarién. Las orientadas de este a oeste se extienden desde los llamados barrios de Las Lomas hasta el litoral y se ofrecen de golpe en toda su extensión a la mirada, como en un gesto de entrega unánime. De ahí que resulte un espectáculo insólito y, en todo caso, agradable en extremo, escalar en las primeras horas de la mañana o en la quietud del atardecer la parte alta de la ciudad, para contemplar a la distancia, al final de una calle, la silueta de alguna embarcación surta en la bahía, que simula haber largado sus anclas entre dos hileras de edificios dentro de la población.

Las calles rectas y anchas, trazadas con irreprochable sentido del urbanismo, constituyen un orgullo para Manzanillo, a pesar de sus baches profusos y el polvo que las cubre.

Además de rectas, las calles de Manzanillo son anchas como avenidas. Y por consecuencia de tal anchura, el sol cae plenamente sobre el transeúnte desde el momento en que aparece hasta que se oculta. La altura de los edificios, de una sola planta casi todos, no es suficiente para que la sombra que proyectan llegue hasta las calles; solo permiten una angosta franja oscura en las aceras. Y esa es, probablemente, la clave de que Manzanillo no resulte frecuentemente azotado por mortales epidemias, lo cual a nadie podría extrañar, si se toma en cuenta el infame abandono en que la ha mantenido el Municipio y el Gobierno Central. Las calles principales, aún las que forman, alrededor del Parque Céspedes, el corazón de la ciudad, se ven rotas, plagadas de baches, convertidas en basureros públicos y cubiertas de un compacto velo de polvo que, arremolinado y elevado por el más mínimo soplo de viento, ciega y ahoga al viandante. Nunca son barridas ni regadas las calles, lo cual hace suponer que no existe una Jefatura local de Sanidad o que, si existe, de nada sirve. Y en los barrios extremos, en Las Lomas, el Manglar, Punta de Pié y Barrio de Oro la cosa es peor aún, porque las calles, que nunca han sido pavimentadas, son, con sus profusos cangilones y hondonadas, exactos trasuntos de pésimos atajos carreteros.

A poca distancia del Parque de Céspedes se encuentran calles tan abandonadas que parecen trasuntos de pésimos caminos carreteros. El sol, por suerte, realiza una función de antiséptico eficaz: absorbe rápidamente los charcos de agua en los días de lluvia y elimina la humedad y el olor de los detritus, sean de la clase que fuere, arrojados a las calles.

II

Hubo un instante en que los manzanilleros, que todavía no se han dispuesto a exigir, alentaron la esperanza de que, al cabo, se les iba a dar lo que en ley justa les corresponde. Fué en el año 1946, durante los días que precedieron a los comicios convocados para la elección de alcaldes municipales. Prominentes políticos de Manzanillo se habían entrevistado con el Presidente de la República para explicarle la grave situación del Término. A Manzanillo no se le había prestado atención, a pesar de sus altos y claros merecimientos históricos. Dentro de sus límites, el glorioso bronce de La Demjagua había convocado a los cubanos para la lucha por la libertad. En la guerra del 68, primero, y en la del 95 después, ninguno de sus hombres se había mostrado remiso a la llamada de la Patria irredenta; había dado mártires y héroes y la sangre de sus hijos se había regado copiosamente en los ámbitos de Cuba, igual en los abruptos montes orientales que en las llanuras de Camagüey y en las apacibles lomas de Mantua. Y probablemente, puesto que la recordación de cien acciones homéricas tal vez pudiera resultar estéril, se adujeron razones materiales y de orden político. En las elecciones generales de 1944 la suma de sufragios emitidos a favor de del doctor Ramón Grau San Martín para presidente de la República constituía un evidente signo de fervor auténtico. Y no era mucho esperar, por lo tanto, incluso como una lección para los adversarios políticos, que Manzanillo se regodeara con algunas migajas del banquete de créditos que, para fines sanitarios, obras públicas y otros menesteres no tan encomiables se estaba ofreciendo en la República. Tal esperanza, empero, había resultado fallida. Nada, ni las más necesaria ni la más mezquina obra pública se les había brindado a los manzanilleros, que ya se sentía defraudados. Ello se reflejaba en la situación política. La lucha por la alcaldía habría de ser dura en extremo y nada fácil la victoria para el candidato auténtico, a quien el […]

La entrevista pareció [augurar] óptimos resultados. Cuando hubieron regresado a Manzanillo, los políticos que visitaron al presidente de la República se mostraban eufóricos y optimistas. Y para que nadie quedara sin contagio de este optimismo y aquella euforia, toda la ciudad fué empapelada con unos carteles en que, bajo el rubro de «Pacto de Honor», se informaba al pueblo de las promesas formuladas por el doctor Grau San Martín. El Gobierno Nacional -¡loados debían ser los dioses!- se había comprometido a realizar en Manzanillo las obras siguientes: «Construcción de un hospital municipal. Arreglo y terminación de todas las calles de la ciudad, con su avenida de circunvalación, a base de «telford-macadam» y hormigón bituminoso, con su correspondiente sellaje de «cont Back» Red de caminos vecinales con sus alcantarillas y puentes de concreto en todos los barrios rurales. Carretera de Manzanillo a Bayamo. Carretera de Manzanillo a Niquero. Cambio de la toma de agua del acueducto a los Saltos de Nagua e instalación de la planta con su motor y tuberías parta la purificación, propiedad del municipio».

Excitado hasta el delirio por las promesas del presidente de la República, un candidato a la Alcaldía formuló un programa de obras, concretado en los puntos siguientes: «Creación de un Stadium Municipal. Anfiteatro Municipal, comprendido dentro las obras de reconstrucción del Parque Masó. Reconstrucción del Parque Quiroga(5). Terminación de la reconstrucción total del Parque de Céspedes. Creación del Rincón Martiano. Mejora y ampliación del alumbrado público en todos los barrios de la ciudad. Red de protección dentro del mar en el Balneario Municipal. Creación de academias de corte y costura en todos los barrios rurales. Dotación total del nuevo cuartel de Bomberos. Creación del Consultorio Médico municipal con sus servicios a domicilio. Ampliación de la Casa de Socorros, Gabinete Dental y Laboratorio Municipal.

A nadie puede […] apenas hubo conocido tales promesas, el pueblo de Manzanillo, embriagado de júbilo y esperanza, sintiera renacer su antigua fe política. El doctor Grau San Martín no lo había engañado; nadie podía mostrarse desilusionado por su conducta respecto a Manzanillo. La realidad era que hasta entonces la dirección del Gobierno Municipal había estado controlada por un comunista(6), a quien, por razones de alta ideología y de pequeña política práctica, no debía ayudar el Gobierno. Pero en lo adelante, una vez elegido alcalde un correligionario del doctor Grau San Martín, sería distinto.

El candidato auténtico triunfó en las elecciones. Pero han transcurrido dos años desde entonces, y Manzanillo continúa en parejas condiciones a las de antes o tal vez peores ya que no ha sido realizada ninguna de las obras prometidas y, en cambio a medida que ha ido transcurriendo el tiempo la situación sanitaria se ha hecho más grave, las calles están más deterioradas, las carreteras de Manzanillo a Bayamo y de Manzanillo a Niquero resultan menos transitables y hasta la planta de cloro del acueducto se ha descompuesto, aunque, por otra parte, tampoco hace falta, ya que no se compra cloro.

El caso de Manzanillo resulta más deplorable si se recuerda que ha tenido en el Congreso hasta ocho legisladores en un solo período. Y no obstante, en la danza de oro gozada por la República durante los últimos cuatro años, no ha sido favorecida sino con un crédito por catorce mil pesos para la reconstrucción del Parque Masó. Fué gestionado por el representante Rubén de León y entregado al «Comité de Acción Cívica», que se ha visto en la imposibilidad de realizar la obra. Esta ha sido presupuestada en treinta y cuatro mil pesos, y los catorce mil entregados apenas alcanzan para empezarla. En realidad, no ha servido, hasta ahora, más que para talar los viejos y hermosos laureles del Parque, medida absurda y reprobable en una ciudad tórrida y sin árboles, como Manzanillo, donde el sol puede llegar a constituir un tormento, ya que el verano suele destilar sobre todas partes, en las horas del mediodía, una atmósfera de fornalla ¡Ah!, también ha servido el crédito para convertir el pavimento en un montón de ruinas, en medio de las cuales se alza patética y lamentable, una estatua de Bartolomé Masó.

Manzanillo estuvo a punto de verse favorecido con otro crédito, pero lo ha perdido -dicho sea mediante un modismo hípico- «por una nariz». Fué también gestionado por Rubén de León, cuyo nombre repito con una intención de homenaje, ya que, según parece, es el único legislador manzanillero que se ha esforzado por hacer algo por su terruño natal. El crédito ascendía a diez mil pesos y habría de ser destinado a la fabricación de la casa cultural del «Club de Yates y Pescas», cuyo edificio social fue destruido por un incendio. Autorizado por el Consejo de Ministros, mereció la aprobación del presidente de la República, y el presidente del «Club de Yates y Pescas» fue citado, para hacerle entrega del cheque correspondiente. Y en ese instante comenzaron las dificultades. Al presentarse para recibir el cheque, el presidente del club, oyó un tanto estupefacto la noticia de que, aun cuando el recibo aparecía por la cantidad de diez mil pesos, el cheque sería por ocho mil, puesto que los otros dos mil estaban destinados a una obra de beneficencia. Con ello se le planteaba una situación delicada. No lo acompañaba ningún otro miembro de la institución que representaba y, al presentar el cheque por ocho mil pesos, no tenía sino su palabra para justificar la ausencia de los otros dos mil. Pidió entonces autorización para dar cuenta del caso a la directiva del club de la cual después de informada, acordó aceptar la transacción. La demora, empero, había sido fatal para Manzanillo, pues al presentarse de nuevo en procura del cheque, el presidente del club, no estupefacto ahora pero si consternado, se pudo enterar de que al dinero se le había dado otro destino.

III

De vez en vez arriba al puerto algún barco de gran capacidad, para transportar el azúcar elaborado en Manzanillo, Campechuela y Niquero.

Manzanillo fue en otras épocas un emporio comercial. No existían entonces, en Oriente, ferrocarriles; las vías de comunicación entre los pueblos de la provincia no eran sino trochas angostas, que penosamente se abrían paso en una maraña de corpulentos árboles centenarios, bejucos rastreros o trepadores y macizos de yerba tan altos como un hombre. El mar resultaba el único camino fácil hacia el exterior, y Manzanillo, ubicado justo a la ensenada de su nombre, era la salida natural y apropiada de un extenso territorio. Su puerto se veía en constante tráfago febril, merced el tráfico de profusas embarcaciones, que llegaban repletas de mercancías y zarpaban atestadas de maderas, reses, azúcar y otros productos de la región. Incluso, después de haberse establecido el ferrocarril, el puerto de Manzanillo continuó siendo una fuente de vida y de trabajo. Las tarifas de los fletes marítimos resultaban más económicas que las de los fletes ferroviarios y, naturalmente, no solo Manzanillo, Campechuela y Niquero, sino hasta Bayamo y otros pueblos distantes preferían el transporte de carga por mar. Se construyó después la carretera central. Y lo que hubo de significar una inyección de vida y florecimiento de nuevas actividades para innumerables pueblos de la República, provocó una anemia económica de Manzanillo. Su puerto dejó de ser un constante ajetreo de embarcaciones y hombres. Y ahora, aunque de vez en vez arriba algún barco de gran capacidad en busca de azúcar, lo normal es que en los muelles no se vean sino pequeñas embarcaciones, dedicadas a la navegación de cabotaje y una profusión de lanchas, botes y cachuchas de pescadores.

Doña Martina Luna, venerable anciana de ciento cuatro años de edad, maestra de cuatro o cinco generaciones de párvulos manzanilleros, en compañía de sus hijos Pilar y Manuel Navarro Luna, uno de nuestros más altos poetas, y su nieta Nenita.

Y, con todo, pese a su aislamiento, su postergación y su pobreza, Manzanillo no ha perdido su personalidad profunda, hecha de cordialidad, discreción, tacto y sentido humano. Una frase sencilla, llana y hermosa, que concreta en palabras la antigua hospitalidad criolla: «Apéese y tomará café», aun tiene vigencia en Manzanillo, donde no son pocas las casas que, a semejanza de la del poeta Navarro Luna, permanecen durante todo el día con las puertas abiertas de par en par, a fin de que el visitante, eximido hasta del aldabonazo anunciador de su presencia, pueda franquearla sin demora.

Habrá otras ciudades más ricas, de más amplitud, con más belleza arquitectónica, más estridentes o más pintorescas, pero ninguna -ni siquiera Remedios, que yo juzgaba impar-, puede, no ya superar, sino parangonarse con Manzanillo en la cordialidad, extremada hasta un punto tal, que a veces se abruma al forastero y lo obliga a sentirse cohibido. No hay modo de expresar un deseo, sin que instantáneamente alguien trate de satisfacerlo. El aislamiento en que desde siempre ha vivido, explica el aire doméstico que se advierte en todas partes y que lo mueve a uno, apenas llegado, a sentirse como en su propia casa y a tratar a la gente con un afecto de viejo amigo.

 

Existe una costumbre que explica con más claridad y exactitud que una larga peroración hasta donde llega la cordialidad del manzanillero. Apenas, entra en la amistad de una persona, el forastero es invitado, debiera con más propiedad decir forzado, a comer liseta, un pequeño pes oblongo, de cabeza alta y ancha y carne de excelente sabor que pulula asombrosamente en el Golfo de Guacanayabo. El invitado, después de saborear con deleite su masa deliciosa, se dispone a dejar lo poco que resta del pescado: la cabeza y la cola. Pero:

Estos forasteros -empleados de la Politécnica de Holguín- acatan fiel y gozosamente la tradición de comerse hasta la cabeza y la cola de las lisetas.

-No, así no -exige el manzanillero de casta-. Tiene que masticar la cabeza. Y, esbozando una sonrisa como escudo contra cualquier burla ante su superstición, agrega: -El que come cabeza de liseta se queda en Manzanillo.

Quiere decir, que al exigir el estricto cumplimiento de la tradición, expone tácitamente su secreto y ardiente anhelo de que el forastero se quede para siempre apresado en la hospitalidad manzanillera.

Solo una vez ha estado a punto de resquebrajarse mi fe en el espíritu de la gente de Manzanillo. Después de preciosos días de estancia en la ciudad, yo había sentido nacer en mi una confianza sin límites en la honradez de sus habitantes, incluso en la de los consagrados al comercio. No verificaba ya las cuentas del hotel, ni ajustaba previamente el precio de los viajes en auto, ni contaba el dinero que me era devuelto cuando hacía alguna compra. Todo ello me parecía superflúo en Manzanillo. Y en tal estado de ánimo llegué cierta madrugada a un sórdido establecimiento, denominado «Bar Polar»(7), cuyo propietario, bajo y regordete, con el maxilar interior en fuga, de boca desmesurada y abultados ojos de sapo marino, se tocaba una gorra de marinero, símbolo, no de afición al mar, sino de su codicia de pirata. Pocos momentos después debía yo emprender una excursión marítima y juzgué conveniente llevar un poco de licor, como remedio inapreciable, en el mar, contra los fríos hálitos del amanecer. Pedí, por lo tanto, en el bar, una botella de coñac «Tres Cepas», veinticuatro botellas de agua mineral, tres tazas de café con leche y otros tantos panes con mantequilla. Cuando el dependiente me ofreció la cuenta, le entregué un billete de diez pesos. Y no fue sino al cabo de un rato, cuando ya estaba a punto de embarcarme que sospeché una equivocación en el dependiente, puesto que solo me había devuelto cincuenta centavos. La botella de «Tres Cepas» suele tener un precio que fluctúa entre dos pesos veinte centavos y tres pesos. Cada botella de agua no podía valer más de diez centavos. Seguramente el dependiente habría sufrido una equivocación. Y para comprobarlo, volví al bar. Le pregunté al hombre si recordaba cuanto me había cobrado. Y respondió:

-Nueve pesos cincuenta centavos.

-¿Cuánto va le la botella de coñac?

El hombre titubeó. Al cabo, dijo: -Cinco pesos.

-¡Oiga! -me sorprendí:- ¿Ese coñac tiene música?

Rehusando mirarme de frente, el dependiente explicó: -Es que ha subido mucho.

No pude evitar un comentario brutal: -Cobrar cinco pesos por ese coñac es un robo.

Cuando volví al auto, hice confidente de mi indignación al chofer. Le expliqué el caso. Y concluí:

-¡Es una vergüenza que un manzanillero le robe así a un forastero!

El chofer se contorció cual si hubiera recibido un latigazo. Y vuelto a medias hacia mí, indagó:

-¿Manzanillero? ¿Quién es manzanillero?

-Ese, el del café.

Mi interlocutor, envolviendo sus palabras en un tono en que se mezclaban el desdén y su orgullo de nativo, me aclaró:

-¿Ese…? ¿Jesús?… ¡No, ese no es manzanillero, ni siquiera es cubano!

Sonreí ante el énfasis del hombre. Y sentí con secreto gozo que mi fe en el espíritu manzanillero se mantenía indemne.

Notas:

1.-La fecha de fundación es 1792. (Nota del Editor)
2.-José Nazario León no fue el fundador de Manzanillo. Quien en 1798 recibe el título de Comandante de la Batería y Capitán de Milicias fue Juan Sariol, cuyo nombre lleva hoy una calle de la ciudad. (Nota del Editor)
3.-El título de ciudad de Manzanillo data de 1869. (Nota del Editor)
4.-Realmente el trazado de la ciudad data de mucho antes. Por ejemplo, en un plano trazado en los últimos días de junio de 1831, momentos en que comenzaba la gestión del título de villa, se observa la rectitud de sus calles. (Nota del Editor)
5.-Es el actual parque Vallespín. (Nota del Editor)
6.-Se refiere a Francisco Rosales Benítez (Paquito), alcalde de Manzanillo entre 1940 y 1944. (Nota del Editor)
7.-Conocido también como «Barra Polar». (Nota del Editor)